Desde hace casi diez años se implementó en algunos trenes el coche o vagón en silencio, una opción adecuada para viajar con más tranquilidad y sin ruidos innecesarios. El coche en silencio, bien entendido y respetado por los usuarios, garantiza una travesía apacible y sosegada a todos los ocupantes. Sin embargo, no todos los que entran al vagón comprenden o aceptan el concepto “silencio” que se pretende alcanzar por los pasajeros que han hecho conscientemente esa elección y por la misma compañía ferroviaria. Y así, sin perspectivas de mejora, en muchas ocasiones toca soportar estoicamente al descortés de turno dispuesto a quebrantar sin tregua alguna la anhelada “ley silenciosa”.
Como es sabido, entre otras acepciones, el silencio se define como “abstención de hablar” o “falta de ruido”. Y en el tren, ese ambiente de calma y de silencio se alcanza estando callado o manteniendo conversaciones breves en voz baja, utilizando auriculares, silenciando los móviles y no realizando ni respondiendo llamadas, evitando comidas ruidosas, etc. En definitiva, siendo educados y haciendo lo que corresponde, el trayecto puede convertirse para muchos en una experiencia grata y placentera.
Y cambiando de vía… en la pastoral, catequesis, sagrada liturgia… ¿se respetan los silencios oportunos? ¿Se cuidan las zonas, espacios o momentos de silencio? ¿Se educa en el silencio?
A modo de ejemplo paradigmático, según la última edición del Misal Romano (2002), en la Misa se ha de guardar, a su tiempo, el “silencio sagrado” como parte de la celebración. Un silencio cuya naturaleza dependerá del momento de la Misa en que se observe (liturgia de la palabra, después de la Comunión…), y que es laudable que se guarde ya antes de la misma celebración –en la iglesia, sacristía y lugares más próximos– a fin de que todos puedan disponerse adecuada y devotamente a las acciones sagradas (IGMR 45). En la misma línea, hace unos meses el papa Francisco invitaba una vez más a cuidar, redescubrir y valorizar el silencio, pues este abre y prepara para el misterio.
Es decir, el silencio es importante y, bien dosificado, da un ritmo sereno a la celebración y ayuda a sintonizar y a vivir cada momento con mayor calidad y profundidad. De la misma forma, las zonas o lugares en silencio invitan a permanecer respetuosamente, y favorecen la inmersión gradual en lo que se va a celebrar.
En el fragor de la acción pastoral se impone abrir paréntesis cordiales trufados de propuestas como: iniciar a los niños en el silencio y la oración; educar en el silencio y la interioridad; cuidar los espacios de reflexión personal, meditación; etc. O sea, bajar el volumen exterior, y subir el nivel de audio interior gracias a las pausas, paciencia, calma, sosiego, sigilo, etc.
Y basta de palabras, ya me callo.
Alberto Payá, SDB
Profesor ISCR Don Bosco
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