La pregunta del sentido actual de la Cuaresma es percibida, según los contextos, como un refrán que vuelve cada año a medida que nos acercamos a este momento. Para los más avisados y próximos al hecho religioso y/o a la vivencia de la fe cristiana, se sabe que la Cuaresma es este periodo de cuarenta días durante el cual los cristianas se preparan para la fiesta de Pascua. Comienza el miércoles de ceniza y termina el jueves santo. Es, para los cristianos, el recuerdo de los días pasados por Jesús en el desierto, con sus tentaciones, poco antes de iniciar su ministerio público.
La Cuaresma, nada tiene que ver con el colorido y ruidoso ambiente carnavalesco que invade y llena algunas de nuestras calles y ciudades, ni con el entierro de la sardina, o tantas otras prácticas muy arraigadas entre nosotros y que mueven masas por estas fechas. Pero, en horas de minorías cristianas y de irreligión, de competitividad y de guerra tecnológica, en una sociedad en la que las prisas se abrazan plácidamente con la eficacia, y el relativismo va viento en popa, donde el poder de la información y la búsqueda de la exclusividad dictan sus leyes, hablar de Cuaresma con sus abstinencias y mortificaciones, suena desde luego a cosa muy antigua. Sus privaciones y renuncias, sus ayunos y sacrificios recuerdan a prácticas religiosas de otro tipo de civilización, con aire medieval y muy desconectadas de la realidad del mundo en el que nos toca vivir hoy. Además, ¿qué sentido tiene?
Un examen detenido de esta cuestión nos lleva a realizar ante todo que, hablar de la Cuaresma no es una cuestión social, ni un asunto de moda que, hoy está en auge y mañana, no. Digámoslo alto y claro: ¡la Cuaresma no es una moda y tampoco va del tema! No es una cuestión de “me gusta o no me gusta”. Es, más bien, un espacio temporal con un profundo sentido celebrativo que trasciende generaciones y culturas. Dicho de otra manera, la Cuaresma es un tiempo, que en el marco del año litúrgico, convoca a la celebración y a una reflexión más profunda sobre nuestra fe, de nuestra vida y nuestra relación con Dios. Es, igualmente, una oportunidad de transformación y renovación que habla directamente a las inquietudes más profundas de toda persona que busca un propósito en su vida.
Así pues, podemos afirmar sin reparo que la Cuaresma, ayer como hoy, sigue teniendo su pleno sentido, precisamente porque:
+ Es un tiempo para detenerse, respirar, y reevaluar. Con la mirada especialmente puesta en los jóvenes, creemos que es una oportunidad invaluable de encontrar autenticidad y plenitud en medio del ruido y las expectativas externas. No se trata solo aquí de renunciar a cosas, sino de abrazar la vida de una manera nueva, más consciente y libre. Con el tiempo de Cuaresma, hallamos un camino hacia la felicidad verdadera, esa que solo se encuentra cuando aprendemos a vivir en el amor. Es un acto de liberación, es la puerta hacia una vida plena;
+ Es un tiempo de conversión, un camino que culmina en la Pascua y un tiempo que nos invita a transformar nuestra vida en plenitud, volviéndonos a Dios, renovando nuestra vida. Y en el contexto cuaresmal, la conversión no es un cambio superficial o un mero cumplir con reglas externas de ayuno, limosna y oración. Es una invitación a un cambio de corazón, una verdadera metanoia, a una transformación interior que nos acerque a la voluntad de Dios;
+ Es un tiempo de gracia, una oportunidad de entrar en nuestro propio “desierto”, no como un lugar de vacío o aislamiento, sino como un espacio para reencontrarnos con lo que realmente importa. Jesús mismo, en el desierto, pasó cuarenta días en oración y ayuno antes de comenzar su ministerio público. Ese tiempo no fue solo una preparación física o espiritual, sino un espacio para enfrentarse a las tentaciones, las mismas que todo ser humano enfrenta: el deseo de poder, de placer y de poseer, sobre todo para los que vivimos en contextos de constantes distracciones, redes sociales, y una cultura que promueve la satisfacción inmediata.
Emile Mefoudé, SDB
Profesor ISCR Don Bosco
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