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Dedico este pequeño artículo a mis alumnos de Historia de la Iglesia del ISCRDB. Son ellos, con los trabajos que me han entregado comentando la película “La Misión” (Roland Joffé, 1986) los que me han inspirado a escribir estas líneas. El ejercicio consistía en relacionar el film con el contexto religioso del momento, describir los principales acontecimientos en que se sitúa la historia y el momento eclesial al que corresponde, etc… Doy fe que lo han hecho de forma excelente. Así que, inmerso en estas lecturas, en la belleza de las imágenes de esta historia, atraído por la fuerza de su mensaje y, cómo no, por la banda sonora de Ennio Morricone (que nos eleva el alma a mundos donde solo el espíritu habita)… me decido a esbozar esta reflexión con tintes históricos, en torno a la labor misionera de la Iglesia.

Reconozco que desde que era niño y en la escuela (Salesianos de Sant Boi) un misionero vino a explicarnos sus “hazañas” y aventuras en mundos lejanos y exóticos en pro del Evangelio y la ayuda a aquellas gentes, sentí una admiración especial por la labor de estos hombres que, dejando las comodidades de Occidente, se adentraban en lo desconocido y se disponían a entregar vida y esperanzas para testimoniar el mensaje de Jesús. El Padre Peciña, -así se llamaba aquel misionero-, era capaz de explicarnos sus anécdotas de buen misionero y además hacernos partícipes de ellas con descripciones precisas e involucrarnos en rifas, trabajos de geografía o exposiciones (hoy diríamos, en la escuela, “¡Proyectos!). Y nosotros, casi con un halo romántico, veíamos aquellos relatos des de la mirada de niños que creían reconocer en aquellas aventuras a los personajes de las novelas de Julio Verne. Ciertamente eran otros tiempos, pero aquel religioso nos llegaba al corazón y expresaba bondad por todas partes.

Esta anécdota, que recuerdo con cariño, y el conocimiento cercano de la labor de muchos hombres y mujeres que trabajan en los países del Sur, me hace pensar como la metodología y la pastoral “misionera” ha ido evolucionando a lo largo de los siglos y como quizás esta “actitud de anuncio” del Evangelio puede servirnos también en nuestro contexto cotidiano, en nuestra tarea educadora y evangelizadora; pienso especialmente en nuestros jóvenes.

Si hiciéramos un brevísimo repaso histórico diríamos que la Iglesia, impulsada por la fuerza del Espíritu (Pentecostés) ya fue, desde su origen, “enviada” (esto significa “misionera”) a todos los hombres y mujeres de este mundo. El anuncio de salvación no podía quedarse en unos pocos, Dios quiere llegar a toda su Creación. Así, los primeros discípulos empiezan su acción evangelizadora apenas transformados por la experiencia de la Resurrección. Los puertos, caminos y ciudades del antiguo Imperio Romano y de las tierras adyacentes pronto fueron testigos del ir y venir de seguidores de este tal “Christós” y sus seguidores. Comenzaba una nueva era. El mundo ya no sería el mismo.

Los siglos pasan, la Iglesia crece y el cristianismo, no sin dificultades y contradicciones, se asienta en los Estados y sus gentes. El anuncio del Evangelio avanza y llega el momento de la expansión misionera de los siglos XV y XVI. El mundo se vuelve esférico y se descubren nuevas tierras (América) y nuevas civilizaciones. Ligada a los grandes descubrimientos, la evangelización del orbe depende, en gran medida, de los condicionamientos comerciales, políticos y materiales de las expediciones (muchas se perdían y no llegaban a su destino y las que lo hacían arribaban  mermadas en hombres y bienes por las enfermedades y las penosas condiciones de vida). “Misionar” en las nuevas tierras era una auténtica aventura “religiosa”, pero sobre todo, de supervivencia humana.

Y con todo, los misioneros avanzan y llegan hasta los confines de la Tierra. En ocasiones con poco acierto y estilo evangélico (no podemos olvidar los excesos de la Conquista); otras, transmitiendo respeto, estima y adaptando estilos y formas (jesuitas como Roberto Nobili o Mateo Ricci serán ejemplo de ello en la India y la China del siglo XVI-XVII) y defendiendo los derechos de los indígenas (Bartolomé De las Casas).

Pero como decíamos, la acción misionera no es exclusiva del contexto de tierras lejanas. La opción por los más necesitados, estén donde estén, y el testimonio de esperanza ha de hacerse realidad también en nuestro entorno, en nuestra  ciudad y en nuestro barrio, con nuestros abuelos, enfermos y necesitados, con nuestros jóvenes. Quizás podamos aprender de la acción misionera…

27- la capacidad de adaptación a su realidad: lenguaje, intereses, inquietudes, sueños, esperanzas, alegrías y penas,… vida;

– la presencia significativa, transformadora;

– el construir juntos un mundo mejor, más justo para todos; la promoción de valores sociales y de la paz;

– el anuncio y testimonio del Señor Jesús;

– la confianza en la Providencia y en el Misterio de Dios, en la fuerza del Espíritu;

– la idea de proceso, de paciencia, de esfuerzo con sentido, de camino que se va haciendo des de la cotidianidad;

– a construir equipo, Comunidad;

– el darse y dejarse llevar por el otro, el donarse a sí mismo y hacerlo “desgastándose” por el Reino;

– convirtiéndolos en protagonistas de su propia historia,… que la hacemos nuestra; 

– aportando alegría, optimismo, futuro,…;

– a cuidar lo interior, el corazón, lo que realmente importa, su alma…

En fin, estamos llamados a anunciar el Evangelio aquí y ahora, siguiendo la estela de todos los que nos precedieron, a poner nuestras fuerzas en manos de Aquel que nos envía y que es digno de toda confianza. No partimos de cero, tenemos la fuerza del Espíritu y la experiencia de muchos siglos de “acción misionera”, así que pongamos en práctica la máxima de San Ignacio: “ora como si todo dependiese solo de Dios; pero actúa como si todo dependiese de ti”. 

 

Salvador Ramos Cantos
Profesor Historia de la Iglesia

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