Laura Vicuña nació en Santiago de Chile el 5 de abril de 1891. Cuando tenía 8 años, Laura, su madre y su hermana emigraron desde Chile hasta Junín de los Andes, en Argentina. La ruta fue larga. Imaginamos que Mercedes fue buscando trabajo, aunque su objetivo era que sus hijas pudieran estudiar como internas en el recientemente fundado colegio de las Hijas de Ma Auxiliadora, en Junín.
Viviendo con más pobreza que modestia, el ambiente familiar estuvo lleno de dificultades, especialmente cuando la madre empezó a vivir y a trabajar para el terrateniente Manuel Mora.
Desde muy corta edad, Laura era consciente de esas dificultades y vivía con temor la violencia y los maltratos que venían de Mora. Temía por ella y por su hermana y también por su madre. En el colegio de Junín aprendió a vivir con sencillez el amor y la devoción a Jesús y tomó muy en serio la propuesta de fe y santidad que aprendió de las hermanas.
Agravada su enfermedad por algunos malos tratos, murió Laura el 22 de enero de 1904 (casi con 13 años), ofreciendo su vida por la conversión de su madre. Mercedes consiguió casar a su hija menor cuando aún tenía 12 años y alejarla así de Mora, pero sólo en 1908, a la muerte de éste, pudo regresar a Junín y luego establecerse más dignamente, hasta su muerte en 1929.
Puede resultar difícil presentar la figura de santidad de una adolescente si nos preocupa presentar un testimonio de «lo que hizo». Pero como en todos los casos, es más cómo vivió su cercanía y su amor a Dios. En Laura era una constante. Su salud algo frágil, los sufrimientos que los malos tratos y la depravación de Mora causaron a ella y a su madre se convirtieron en ofrenda a Dios. Sufrirlo todo por Dios y ofrecer ese sufrimiento por su madre (especialmente) y hermana fue el testimonio heroico.
Hoy día, vivimos con especial sensibilidad la violencia intrafamiliar, especialmente la que se ejerce sobre las mujeres y los menores. Hoy ni sabemos ni debemos callar ante estos hechos y públicamente la sociedad se esfuerza por eliminar esta lacra. La vida de Laura es la voz silenciada de las víctimas; habla de resistencia, de rebelarse contra la violencia y la humillación. Pero, desde una mirada creyente, convierte el sufrimiento -que no podemos eliminar- en plegaria y es una invitación a llevar la misericordia de Dios a las niñas y mujeres que sufren la violencia, los abusos y la explotación. Porque el corazón infantil/adolescente de Laura supo elegir entre las lágrimas de la resignación y la fuerza de la Cruz de Jesucristo y su modesta y pequeña/gran cruz fue promesa cumplida para su madre.
Manuel Rupérez
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