Él nos amó primero
Soy poco dada a ver películas religiosas, normalmente me disgustan o incluso me frustran sin acabar de encontrarles la gracia. Reconozco el mérito que tiene producirlas, pero solo las visiono por cuestiones académicas o lúdicas comunitarias y así fue como vi el filme titulado Ignacio de Loyola. Éste me sorprendió y dejó en mí algo que me hizo rememorar cómo empezó mi vocación. Por eso quiero iniciar con este incidente, ya que, en un momento de la película, ya casi al final, después de cuitas y desasosiegos, Ignacio recibe al oído estas palabras de Jesús: «¡Recuerda, mi soldado!, yo te he amado primero» y esta es la clave de toda vida en seguimiento de Cristo. Tal como afirma 1Jn 4,19: «Nosotros amamos porque él nos amó primero». Y así empieza la vida de todos los consagrados.
Quiero destacar la necesidad de que los religiosos asumamos profundamente que la iniciativa es de Dios, que Él es el sujeto de toda nuestra historia y que, si es el caso, cambiemos algunas expresiones que nos sitúan como sujeto de la opción. «Yo no me consagré, simplemente respondí libremente a una llamada divina». Aquí se apunta otro tema clave, la libertad que me obliga a responder con todas mis capacidades sin coartar mi respuesta libre a la gracia que Dios me ofrece. A partir de estas premisas, es bueno entender que nuestra vida es una alianza entre Dios y mi yo, como entre Dios y su Pueblo (Ex 34,10), y por tanto requiere un seguimiento centrado durante toda la vida en configurarme a Cristo.
Si nos adentramos en el Antiguo Testamento nos percatamos que la consagración significa ser más conscientes del don recibido y acogido libremente; de la necesidad de vivir en el seguimiento de Jesús y cumplir sus mandamientos (Dt 26,17) y de comprender que al consagrarnos a Dios establecemos una relación de cercanía con Él y le pertenecemos (Dt 7,6).
Desde el Nuevo Testamento las consecuencias prácticas de nuestra consagración pueden resumirse a partir de 1Pe 1, 14-16; 2, 5. Es el «sed santos, porque yo soy santo» y eso conlleva una manera de vivir, de entregarse al servicio (diakonía), saliendo de nosotros mismos y viviendo en comunión (koinonía), celebrando y alimentando el don recibido (leiturgía), siendo testimonios y proclamando la santidad de Dios (martyría).
Tampoco puedo obviar, al menos en este momento de mi vida, el comprender que este vivir como Jesús, el consagrado, desemboca en la cruz, y a veces son cruces cotidianas, y es por eso por lo que la Encarnación nos testimonia que Dios se acerca a la vida de cada uno con sus anhelos, alegrías y tristezas. Dios se ha hecho uno de tantos como expresa maravillosamente el himno de Flp 2, 5-11: «Pasando por uno de tantos… actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Esto, a veces lo tenemos más que asumido, otras veces lo perdemos de vista y nos cuesta comprender que si Dios se encarnó es para vivir con nosotros y para que pudiéramos seguir su camino que pasando por la cruz nos lleva a la plenitud. Por tanto, la Ley queda superada, que no anulada, Jesús nos trae un «plus» que nos permite comprender la verdadera manera de vivir dándonos. Amando.
En seguimiento de Cristo
Jesús predica el Reino e invita a seguirle y a convertirse (Mc 1, 15-20; Mt 19, 27; Lc 9, 57-62). Así se inicia todo: los que le siguen unos se quedan con Él, están con Él, son elegidos para vivir con Él (Mc 3, 13-14; Mt 19, 27), y otros son enviados a predicar (Mc 3, 15). A partir de aquí se desarrollarán las distintas maneras de seguir a Cristo.
Muchos historiadores sitúan el inicio de la Vida Religiosa en el siglo IV, pero otros parten ya de la época apostólica. Después de lo que he ido leyendo y profundizando me inclino por situar los cimientos de la Vida Religiosa en el primer siglo, lo que para algunos es una prehistoria de la vida consagrada para mí toma todo su sentido poder partir del mismo momento cuando nace la Iglesia. Tal como expresa López Amat, SJ., «desde los primeros tiempos de la Iglesia se encuentran en ella personas que se consagran totalmente a la perfección del amor a Dios y a los hombres. Y, por consiguiente, a la renuncia de todo aquello que, aun siendo en sí mismo bueno, les podría apartar de la perfección del amor». O en palabras de Jean Marie Roger Tillard, OP.: «La vida religiosa nacería con la Iglesia». Y afirma que «los Apóstoles habrían impuesto a la Iglesia entera en sus mismos comienzos la vida comunitaria que describen los sumarios de los Actos. Pero poco a poco se habría debilitado dicho ideal hasta no subsistir más que en estos lugares cerrados, aislados del resto de los fieles, que son los monasterios».
Por tanto, a partir de la vida y del vivir de algunos cristianos que deseaban ser en todo como Cristo, entregarse y donarse totalmente, nace la Vida Religiosa. Jesús Álvarez, CMF., afirma que «la Vida Consagrada surgió en la Iglesia como un hecho de vida». Destaca que es «una llamada del Evangelio» y se refiere a un «modo de vida que se caracteriza por la entrega radical a Cristo». Renunciaban a casarse para consagrarse a Dios, imitando la vida de Jesús, virgen, pobre y obediente. Son un modelo de vida cristiana por su dedicación a Dios y a la comunidad. Así pues, de un hecho histórico de vida cristiana fue surgiendo, poco a poco y con el paso del tiempo, una teología, una espiritualidad o un reglamento. Es una vida vivida, valga la redundancia, que nace del seguimiento de Cristo y perdura por obra del Espíritu Santo.
También el claretiano, Eutimio Sastre, en su manual La vita religiosa nella storia della Chiesa e della società hace un amplio recorrido histórico de la vida religiosa en el mismo sentido y la sitúa también en los inicios de la constitución de la Iglesia de una manera clara, destacando que la Vida Religiosa es un fruto natural de la Iglesia y que ésta muestra la santidad de la Iglesia al mundo, en relación y no en contra o en competición con otros estados de vida.
Gemma Morató i Sendra, OP
Profesora
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