Paciano caminaba con paso firme por el Decumanus Maximus de la ciudad de Barcino, había cruzado el forum y esquivado el numeroso gentío que merodeaba por los alrededores del antiguo templo dedicado a Augusto, edificado en la cima del monte Táber; templo que aún mostraba parte de su majestuosidad y dignidad, antaño reflejo del poder del emperador romano. Nuestro protagonista se dirigía al sur de la ciudad, hacia la “porta decumana oriental”, aquella que estaba flanqueada por un castellum (o torre de defensa) y que permitía observar el mar en el horizonte cercano.
Paciano tenía prisa, como episkopos (obispo) de Barcino, eran muchas sus funciones y ocupaciones, y aunque se sentía ya algo cansado y los años no perdonaban, no quería retrasar más su llegada a la domus de Félix y Aelia, ilustres ciudadanos que, como él, habían abrazado el cristianismo en edad madura. Procedentes de familias senatoriales, de nobleza patricia (como lo era el propio Paciano), Félix y Aelia habían donado parte de las estancias y terrenos de su casa a la comunidad eclesial, disponiendo y acondicionando ese espacio para la liturgia cristiana y la celebración de los sacramentos, especialmente la eucaristía y el bautismo; de hecho, habían financiado la construcción de un baptisterio para los neófitos cristianos. El lugar, aunque anexo a las dependencias del matrimonio y sus hijos, era, en la práctica, un edificio eclesial que Paciano, como obispo, tenía la intención de hacer más espacioso y grande, copiando el modelo de la Basílica romana para su construcción y convertirlo en un auténtico “templo” para alabar al Señor y oficiar sus sacramentos. Hoy, domingo, era un día especial, nuevos catecúmenos participarían por primera vez en la eucaristía. La comunidad eclesial estaba de fiesta y él sentía una alegría especial, pues algunos de ellos, en el pasado, fueron adoradores de dioses paganos.
Mientras caminaba, el obispo iba pensando en cómo habían cambiado las cosas en las últimas décadas. Desde la última gran persecución del emperador Diocleciano, a inicios de su siglo, justo cuando él apenas podía caminar (304 d. C.), el cristianismo había comenzado a arrelar con fuerza y a expandirse (con el Edicto de Milán del 313 d.C. dejaría de ser perseguido). Él no tenía duda de que en este impulso estaba la fuerza creadora del Espíritu; la misma fuerza que cambió su corazón y lo llamó a la conversión no hace tantos años, incluso después de haber tenido a su querido hijo Dextro. Barcino tenía ahora una comunidad cristiana floreciente; ciertamente, ciertas tendencias heréticas como el arrianismo o el novacianismo estaban entrando con fuerza en algunas iglesias, pero él, hombre culto y avezado en el conocimiento de las reflexiones teológicas, interpretaba este hecho como una llamada a la “auténtica” evangelización. Eran conocidas sus discusiones y largos sermones en los que intentaba convencer a los díscolos para que volvieran a la madre Iglesia católica; a menudo repetía, a modo de afirmación y casi provocación: “cristiano es mi nombre, católico mi apellido” [christianus mihi nomen est; catholicus vero cognomen]. Con esta sentencia quería expresar su defensa a ultranza de una Iglesia “universal” bajo el auspicio de Roma. No obstante, Paciano se mostraba muy crítico con algunas manifestaciones “paganas”, especialmente aquellas que se celebraban en Año Nuevo y que implicaban conductas disolutas: disfrazarse de animales como ciervos o cabras y generar, al amparo del anonimato, desórdenes “perversos”, a veces de forma impúdica.
Al igual que la atención a los pobres y enfermos eran prioridades de su celo pastoral, el obispo de Barcino sentía una especial predilección por el recuerdo y la liturgia relacionada con los mártires y aquellos que le precedieron en la fe derramando su sangre. Para la Iglesia, en el martirio se producía la vivencia más completa de las exigencias morales, ascéticas y de compromiso del creyente. Los mártires eran para Paciano y para el resto de la comunidad cristiana, los auténticos “imitadores de Cristo”, pues expresaban con su vida y muerte las tres virtudes teologales: la fe en Cristo, la esperanza total en las promesas de salvación y el amor hasta el extremo. De este modo, los mártires eran invocados con una ternura entrañable y sus reliquias veneradas con pasión y profunda devoción. Al obispo de Barcino le habían llegado los ecos del martirio, en la última gran persecución (Diocleciano), de dos niños en Complutum, Justo y Pastor. Esta atrocidad le había conmovido el corazón y estaba dispuesto a recordarlos de alguna manera. El tiempo y la Providencia dirían.
Como en Barcino, la preocupación fundamental de los cristianos de los primeros siglos, fue la creación de verdaderas comunidades locales, cimentadas en el amor mutuo, para responder así a los deseos explícitos de Jesús de Nazaret: «que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Barcino formaba parte, al igual que otras ciudades del Imperio, de una tupida red de Iglesias locales que inicialmente tenían el mismo rango y cuya autoridad máxima, a partir de finales del siglo I, era el obispo (episkopos: “el que vigila cuidadosamente”). Es en las cartas de San Ignacio de Antioquía (principios del siglo II) donde aparece ya la figura del obispo al frente de las comunidades cristianas como garantía de su unidad; pero el obispo está rodeado del consejo de los presbíteros y diáconos. Paciano no es ajeno a esta tradición y sabe rodearse de buenos seguidores de Cristo que lo ayudaran en su función episcopal. La cualidad más relevante que las comunidades cristianas primitivas exigirán a quienes habrían de ser elegidos para el cargo de obispo será el amor a los pobres, que «ame al pobre». La «triple jerarquía»: obispo, presbíteros y diáconos, será la que se establecerá de un modo permanente en la Iglesia católica.
Salvador Ramos Cantos
Profesor Hª. de la Iglesia del ISCR Don Bosco
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