El siglo XX, marcado por el drama de las dos grandes Guerras, de grandes revoluciones y de grandes crisis, propiciará el replanteamiento de la cuestión del humanismo desde nuevas perspectivas. Pervivirán algunas posiciones ateas más desengañadas y menos optimistas, como la de Jean-Paul Sartre (1905-1980), que, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, se vio obligado a reformular el existencialismo para esquivar las acusaciones a la exaltación del absurdo en su filosofía, que habría hecho imposible una respuesta moralmente íntegra al clamor de justicia de las víctimas del Holocausto. Sin embargo, más allá de los ateísmos, serán las filosofías de raíz judía y cristiana las que reavivarán especialmente la cuestión del hombre a lo largo del siglo XX y hasta nuestros días.
El humanismo cristiano reconocerá que sólo el hombre que se sabe creado a imagen y semejanza de Dios puede afirmar radicalmente la dignidad de la persona humana, su libertad, su vocación al amor y a la vida en comunidad. Sabe, a su vez, que el desarrollo que Dios quiere en la Historia no queda atado a este mundo, sino que por la Redención, la condición humana espera ser restaurada y alcanzar sus aspiraciones más profundas no por sus propios méritos sino por el don gratuito de Dios. El auténtico humanismo cristiano sólo puede ser un humanismo escatológico, retomando una noción reivindicada por Louis Bouyer.
En el siglo XX, el humanismo cristalizó especialmente en diversos exponentes del personalismo, el cual no podría entenderse sin las aportaciones de grandes filósofos judíos, como Martin Buber o Franz Rosenzweig. Buber propuso un acercamiento a la relación interpersonal desde el horizonte del Tú, una esfera no objetivable que se abre a la vida verdadera más allá del mundo impersonal de las cosas. Rosenzweig nos enseñó que la filosofía no nace solamente del ocio y de la admiración, como creían los primeros filósofos griegos, sino que surge también en las trincheras, en el hombre sufriente que mira cara a cara a la muerte y que sólo encuentra un camino de salvación en el Infinito abierto por los tres pilares de la religión judía: la Creación, la Revelación, la Redención.
El principal representante del personalismo propiamente dicho fue el filósofo cristiano Emmanuel Mounier, que intentó responder con su pensamiento a la crisis económica, política y moral de su época, simbolizada en la Gran Depresión de 1929. La posición de su personalismo será la de un optimismo trágico, lúcido ante la realidad social, pero esperanzado. La tensión escatológica del cristianismo impide considerar una determinada situación o un hecho del mundo como absoluto. Según Mounier, es preciso más que nunca reivindicar los valores cristianos, porque, cuando se niega la religión, la religión aparece bajo otros aspectos: la humanidad acaba entonces divinizando el cuerpo, la colectividad, la especie humana o los proyectos políticos. Otra figura crucial fue sin duda Jacques Maritain, que desde su humanismo integral participó muy directamente en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Maritain fue clave en el desarrollo de las ideas de una democracia cristiana que contribuyó de manera decisiva a la paz en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Desde una posición más cercana al existencialismo, otro filósofo cristiano, Gabriel Marcel, respondería a Sartre reivindicando una existencia fundada en aspectos centrales de la experiencia cristiana, como la fidelidad, el amor o la esperanza.
En la segunda mitad del siglo XX ha sido de nuevo un filósofo judío, Emmanuel Levinas -recibido con entusiasmo por el pensamiento católico y apreciado por el propio san Juan Pablo II– quien ha abierto nuevas vías para pensar lo humano más allá de la inmanencia del mundo y de los problemas ontológicos. Levinas descubre que el rostro del otro hombre es icono del Infinito y revelación de su gloria, que cabe rebasar las aspiraciones de poder y autoridad del sujeto moderno para reconocer el primado del otro al que estoy sujeto y ante el cual debo siempre responder. El otro, para Levinas, es el prójimo, «la viuda, el huérfano, el forastero, el pobre» olvidados por la Historia de este mundo, pero defendidos por el Dios de Israel y la voz de los profetas.
Hundiendo sus raíces en la Escritura, la filosofía judía y cristiana nos presenta al hombre en una formulación que quizá solo pueda ser paradójica: sepultado por sus miserias, triturado por los sufrimientos del mundo, sigue reflejando la gloria del Dios a imagen del cual fue formado. Los anhelos humanos no los colma la soberbia del hombre moderno, sino la respuesta humilde a la Verdad misma que viene a nuestro encuentro como Rostro sufriente. Sólo Aquél que viene de otra parte, podrá volver lleno de gloria y majestad a restaurar la humanidad del hombre. «Salió entonces Jesús coronado de espinas y con el manto de púrpura. Pilato les dijo: «¡He aquí el Hombre!»» (Jn. 19,5).
Joan Cabó
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