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El término humanismo se usó a partir del siglo XVI para designar retrospectivamente un movimiento surgido en Italia hacia finales del siglo XIV. El humanista era el aquél que se ocupaba de las humanidades, del estudio de los clásicos griegos y latinos reivindicados por el Renacimiento, aunque releídos ya mucho antes –no hay que olvidarlo- por una tradición monástica que nunca disoció culto y cultura, que constituyó un verdadero «renacimiento» avant la lettre y que dio forma a Europa. Más allá de este “humanismo monástico” y del propio humanismo renacentista, el término ha venido a designar en nuestros días ciertas tendencias filosóficas que sitúan al ser humano en el centro de su reflexión o que ponen de relieve algún ideal humano.

Estos humanismos divergen tanto entre sí como los ideales humanos a los que apuntan: se ha hablado de humanismo cristiano, de humanismo liberal, de humanismo socialista, de humanismo ateo, de humanismo existencialista, de humanismo científico… Muchas corrientes filosóficas a lo largo de los últimos dos siglos han querido encarnar el verdadero humanismo. Para otras tantas, que han aspirado a transformar o superar la esencia misma del ser humano, el humanismo ha sido el centro de sus críticas. Los desafíos del transhumanismo o del posthumanismo se encuentran, de hecho, en el centro de importantes debates actuales. Quizá hoy más que nunca estas posturas nos obliguen a replantear en qué medida la condición humana nos es esencial o hasta qué punto el propio humanismo haya podido ser, por el contrario, un mero producto histórico o cultural susceptible de ser deconstruido.

Para el cristiano, el ser humano no es un constructo cultural, sino el vértice de la Creación, hecho por Dios a su imagen y semejanza (Gn. 1, 26-27). El versículo del génesis constituye quizá la mejor clave hermenéutica para releer la reflexión contemporánea sobre el humanismo: el hombre es a imagen de Dios, y de nuestra imagen de Dios depende nuestra imagen del hombre. La inversión de esta relación –la autoafirmación del hombre y la confección de ídolos a su propia imagen– acabará desencadenando tanto la ‘muerte de Dios’ como la ‘muerte’ del hombre. Henri de Lubac nos lo advierte: «No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que es cierto es que sin Dios no puede, a fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano.»

Sin embargo, incluso el humanismo ateo y las doctrinas transhumanistas han nacido de una lectura –desviada, idolátrica, secularizada– de la teología y de la escatología cristianas. Afirmar que el hombre es imagen de Dios es descubrir que todo humanismo presupone una teología, que en la divinidad de Dios está en juego la humanidad del hombre.

Joan Cabó

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