Impotencia, estupor, dolor, grito hacia Dios, clamor a las conciencias… Eso y muchas cosas más llenan en estos días mi vida y la de aquellos con los que me encuentro. Todo se muestra más gris, más triste. Pareciera mentira lo que estamos observando. Y el sufrimiento de muchos se nos mete otra vez dentro. Porque no. Me niego. El que los medios de comunicación nos presenten a diario escenas de dolor y sufrimiento, pobreza, muertes, vejaciones, ya hace tiempo que me resisto a que sean imágenes que anestesien mi conciencia o mi compromiso. No son “más de lo mismo”; detrás de cada dolor hay un ser humano. Mi hermano.
En medio del desconsuelo y la aflicción, uno observa que en estas circunstancias se pone en juego lo mejor de cada persona, porque lo que vive el otro me afecta. Nos afecta. Podía ser yo, podías ser tú quien está viviendo esa situación, y aún hay mucha humanidad en juego en este mundo nuestro; muchas sociedades que se siguen sosteniendo de la mano amiga y solidaria del vecino, del compañero, de un anónimo que se atrevió a abrir los ojos y actuar.
Si como sociedad, circunstancias como las que estamos viviendo apelan a lo más hondo de nuestra dignidad humana; como cristianos quedamos aún más interpelados, porque la persona y el mensaje de Jesús no dejan de interrogarnos: ¿qué haces con los muchos dones que te he regalado?, ¿para cuándo ese gesto comprometido que ya hace mucho se va incubando en tu interior?, ¿realmente piensas que la oración y el grito por la justicia tienen su efecto?, ¿por qué no salir de tu propia zona de confort y colaborar con otros?
Esas y otras preguntas nos asaltan en estos días cuando uno se va a descansar después de una jornada trepidante; y cuando incluso la comida no sienta bien, pues percibo que tengo más que suficiente mientras tantos van por los caminos, echándose a la intemperie, en incertidumbre total. Es entonces cuando aparece como luz y salida la oportunidad de la contemplación. ¿Contemplación de qué?
De cada uno de los rostros de sufrimiento que se muestran en las noticias. Atreverme a contemplar esas miradas, esas manos, sin temor a que me impacten, en medio de un entorno de violencia y atropello. Contemplar la generosidad y las acciones de tantos que se ponen en movimiento, que dejan oír su voz aún jugándose la vida, expresando claramente que ¡ya basta!. Contemplarme a mí mismo, en mi propia verdad que no engaña, sabiendo que llaman a la puerta de mi vida tantos reclamos, tantos gritos. Y sobre todo, contemplar a Cristo en la Cruz, que me mira hondo, que nos ama profundo, que no es ajeno a cada uno de los lamentos que se elevan a lo alto, y que sigue abrazándonos a todos y llevándonos al Padre. Porque Él mismo es la Víctima impotente, que en su dramático sufrimiento opta por seguir amando, por perdonar y asumir nuestra inconsciencia e inconsistencia. Y nuestros gestos de amor.
“La paz os dejo, mi paz os doy; Yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14,27). Necesitamos la paz. ¡Clamamos por la paz; esa paz tan deseada!!! Sólo en la contemplación del ser humano que sufre, y que me invita a actuar en lo concreto como hermano, podré acudir con serenidad a contemplar el Rostro de Cristo Crucificado, que no se da por vencido, y que espera que al fin un día llegue también con nuestro pequeño “sí” el Reino que pedimos cada día en el Padrenuestro: Su Reino de paz y fraternidad para todos.
Ana María Díaz
carmelita misionera
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